Diego Gutierrez del Valle fue maestro y director durante un tiempo importante de la vida del centro. Con esta colaboración nos recuerda su paso por el colegio. Nosotros también le recordamos a él, como seguro lo harán familias y alumnado. ¡Gracias!
Intentar sacar a la luz un recuerdo casi olvidado, no esencial, banal, común, si no a todos, por lo menos a muchos. (George Perec).
Llegué al Colegio Público Miguel Hernández en setiembre de 1991. El hecho fue consecuencia de un cúmulo de casuales causalidades: ya se sabe, un concurso de traslados en el que se aplica un baremo de puntuación y en el que intervienen las propias elecciones y las de aquellos otros mejor situados. Por supuesto, no conocía nada de aquella escuela y creo recordar que solo había pisado anteriormente Castro Urdiales en un par de ocasiones. Pero parecía como si mi incorporación al centro fuera consecuencia de un designio del destino: el colegio y yo nacimos en el mismo año 1964 y Hernández era, y ahora lo es aún más, uno de mis poetas más queridos.
Fui director durante diez años. Y por tal condición supongo que el equipo directivo actual me encarga estas líneas. Tal vez porque interpretan que el desempeño del puesto concede una perspectiva especial, más amplia, más informada, de la historia del período. Antes y después fui maestro, digamos, raso del colegio. Veinte cursos en total. El tiempo más largo en mi ejercicio del oficio hasta este momento y más largo que el que me pueda reservar el futuro, si es que algún nuevo recorte en forma de prolongación de la edad de jubilación no lo remedia.
El Miguel Hernández, además de un centro de enseñanza de niños es escuela de maestros. Para mí lo fue. No diré que me hice maestro en él porque ya había iniciado mi andadura profesional anteriormente (y, sobre todo, porque me queda todavía camino por recorrer). Pero sí que aprendí mucho durante mi trayectoria en el colegio. Del trabajo cotidiano, de los compañeros, de la experiencia en la dirección y, sobre todo, de los niños.
En lo estrictamente personal (si es que lo laboral se puede deslindar del ámbito más íntimo de cada uno), el colegio también me ha marcado decisivamente. Y también para bien. Por eso no es de extrañar que guarde un excelente recuerdo del Miguel Hernández, que aún lo considere mi colegio, que siga portando con orgullo la insignia de un niño a lomos de un caballo que es el mundo en el jersey, más o menos a la altura del corazón. Etimológicamente recordar significa volver a pasar por el corazón.
Lo que sigue no es una crónica ordenada cronológicamente de la historia del colegio en los noventa y primeros años del nuevo siglo (al que hace referencia la calle en que se ubica). Más bien es un relato sentimental, desordenado e incompleto. Ojalá que también más interesante. Me apoyaré para su redacción en la fórmula acuñada por el escritor francés George Perec en su libro Me acuerdo, un conjunto fragmentario de recuerdos personales, más o menos significativos o, en apariencia, banales. Todos los textos de la obra son breves y comienzan invariablemente por la frase "me acuerdo".
Esto es una parte de lo que, al recordar al Miguel Hernández, me acuerdo:
Me acuerdo de los cientos de niñas y niños, la mayoría hoy ya mujeres y hombres, que pasaron en esos años por el colegio (aunque ya no me acuerde de los nombres y de las caras de muchos de ellos).
Me acuerdo de un modo especial de Raúl.
Me acuerdo de sus risas y juegos, de sus rostros iluminados cuando escuchaban un cuento, de su gesto de concentración al recitar un poema de memoria, a menudo de Miguel Hernández.
Me acuerdo de decenas de compañeros, maestros y maestras, con los que compartí Claustro (aunque ya no me acuerde de los nombres y de las caras de muchos de ellos) y de la auxiliar educadora, claro, de las limpiadoras, de los conserjes y vigilantes.
Me acuerdo de un modo especial de Begoña, de Chiqui, de Jesús, de José, de Benito.
Me acuerdo de tantas y tantas horas de clase, algunas veces tediosas, otras luminosas, la mayoría simplemente clases, ni especialmente aburridas ni particularmente memorables.
Me acuerdo de unas pocas anécdotas divertidas (aunque son muchísimas más las que he olvidado).
Me acuerdo del trabajo compartido con los compañeros, de los proyectos cumplidos y los que se vieron frustrados, de las amistades y de los desencuentros y rupturas, de las afinidades y de las desavenencias.
Me acuerdo de las Semanas Culturales, de la cantidad ingente de trabajo que aparejaban y que se correspondía con la ilusión y la satisfacción que generaban.
Me acuerdo de las familias de los niños, sobre todo, de las admirables madres del APA (entonces se llamaba así) que contribuyeron decisivamente a la buena marcha del colegio.
Me acuerdo del Taller Mecánico (tal vez alguien más se acuerde todavía) y de cada uno de los niños de educación especial.
Me acuerdo de cuando se implantó la Primaria y los niños de séptimo y octavo pasaron al Instituto: las inquietudes que generó, las miles de reuniones con las direcciones de los IES, los cambios que supuso para el colegio.
Me acuerdo del equipo con el compartí las labores directivas, de los sinsabores y alegrías pero, sobre todo, de la intensa relación que mantuvimos, de la compenetración y el espíritu de camaradería que nos animaba en los buenos y malos momentos.
Me acuerdo de Miguel Hernández, el poeta de Orihuela, de cómo recuperamos su presencia en el colegio a través de la reivindicación de su persona ejemplar y la voz de su poesía, del escudo ("Niño: pasión del movimiento, la Tierra es tu caballo"), las exposiciones y las diversas publicaciones.
Me acuerdo de la biblioteca escolar que con empeño pusimos en marcha y que acogió numerosas iniciativas de fomento de la lectura.
Y eso hace que me acuerde de La Ballena. Y de las visitas de escritores, ilustradores, y contadores de cuentos.
Me acuerdo de la ilusión que generaba cada una de las mejoras que se conseguían para el colegio: de las grandes (el comedor, el gimnasio, el asfaltado del patio, el cambio de la caldera de carbón) y también de las pequeñas (las obras de reforma y mantenimiento de pintura, carpintería, electricidad, fontanería, los nuevos percheros, el escudo en la fachada...).
Me acuerdo de la colaboración del Ayuntamiento, de su apuesta por poner al día un colegio que se había quedado pequeño y prematuramente viejo, de sus aportaciones a la Semana Cultural.
Me acuerdo de las decenas de convocatorias de diferentes Concejalías (sobre todo, la de Educación y Cultura) a las que, en justa correspondencia, nunca dejábamos de asistir: comisiones de estudio de los más variados asuntos, Consejo Municipal de Educación, jurados de premios, actos informativos, inauguraciones, conferencias...
Me acuerdo de tantas y tantas personas ajenas al centro que colaboraron desinteresada y, a veces, anónimamente en diferentes proyectos con sus aportaciones materiales, con su presencia en actividades, con su apoyo más que moral.
Me acuerdo de las Navidades: del Nacimiento de la entrada principal (cuántas tentativas hasta conseguir poner un río con agua de verdad), de la visita de los Reyes Magos, del concurso de villancicos, del Día del Deporte.
Me acuerdo de las comidas de fin de trimestre y de inicio de curso y de las jubilaciones de tantos compañeros.
Me acuerdo del Carnaval -los disfraces, la quema de la sardina, las chirigotas, los desfiles por el pueblo de los primeros años y los pregones- y de los partidos de fútbol profesores-alumnos.
Me acuerdo de los primeros días de cada curso: de los temores, las expectativas y las ilusiones de los niños y sus padres.
De todo eso me acuerdo y de más. A veces contemplo viejas fotografías o las carpetas con dibujos y trabajos de los niños o los materiales de las Semanas Culturales (programas, álbumes de cromos, marcalibros) y recupero recuerdos que creía olvidados. La suma de todos esos recuerdos, en el cruce de caminos entre la nostalgia por lo perdido, una cierta sensación de deber cumplido y el asombro que provoca el paso del tiempo, es mi memoria viva del colegio en el período durante el que me tocó en suerte enseñar en el colegio. Tan solo un mínimo capítulo del gran libro de recuerdos que se podría escribir con las aportaciones de todos los que fueron alumnas y alumnos, de las familias, los maestros y el resto de trabajadores del Miguel Hernández en sus más de cincuenta años de labor educativa.
Diego Gutiérrez del Valle
Soy una de todos esos niños que aprendimos en el Miguel Hernandez de los noventa. Sólo dar las gracias a Diego, nuestro director, y a todos esos profesores que nos enseñaron a llevar a Miguel Hernandez (tanto el poeta como el centro) en el corazón. Sabemos que somos demasiadas caras para recordar, pero vuestros alumnos no os olvidamos nunca.
ResponderEliminarUn saludo,
Vicky (Promoción del 98)
Un placer. Gracias por tu comentario.
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